Por JOSEP MARIA FONALLERAS – Sin avisar, mientras el Papa estaba rezando ante las lápidas de Auschwitz, tras la torres de vigilancia y las alambradas, apareció un perfecto, nítido y colosal arco iris, casi una epifanía. El gran rabino de Roma, Riccardo Di Segni, dijo después, y, a pesar de las circunstancias, con un cierto humor judío: «Es un signo espectacular sobre el que debemos iniciar una reflexión». Esa misma noche, casualidades de la vida, pasaban en TVE la terrible (por fría, por contenida, por sin mesura) Shoah de Claude Lanzmann, ese ir avanzando por la memoria del exterminio sin acotaciones ni acentos, con sólo la palabra. La palabra y las imágenes de quienes la utilizan para dejar constancia. He dicho terrible y no estoy seguro del adjetivo. No hay un calificativo único para la película.
En definitiva: un Papa alemán visitaba Auschwitz y él era el primero que conocía el alcance que iba a tener su discurso, las repercusiones que generaría su reflexión. Benedicto XVI hizo honor al carisma intelectual que le acompaña, porque el texto es muy poco emotivo, muy cerebral. De entrada, plantea una pregunta que apenas está en condiciones de resolver. Una pregunta que proviene de la teología judía ante el Dios que, siendo Palabra (¡el Verbo!), calla ante la derrota del pueblo elegido, ante el exilio, ante la humillación del rebaño que se dirige al matadero. El silencio de Dios. «¿Dónde estaba Dios en esos días?», se preguntó Ratzinger repetidamente. Una única respuesta: «No podemos escrutar su secreto, porque sólo vemos fragmentos, y vamos a equivocarnos si queremos hacer juicios sobre Dios y la historia». Es la respuesta canónica, la respuesta católica que se cifra en la esperanza del resucitado que habla, por fin, de esperanza sobre la muerte. Es la misma respuesta que da Bertrand Vergely en Le silence de Dieu face au malheur du monde (Presses de la Renaissance, 2006): vayamos más allá de la pregunta sobre la existencia del mal y confiemos en ser mejores, en reconciliarnos, en practicar el bien.
Quizás acordándose de sus años de teólogo militante, Ratzinger volvió a clamar, apoyado en el salmo, un grito pavoroso: «Despierta, Señor. ¿Por qué duermes?». Fue una época, la de posguerra, en la que muchos pensadores cristianos, azuzados por la sinrazón del nazismo, se cuestionaron a sí mismos y cuestionaron su religión con una intensidad moral inusitada. «¿Y si tuviéramos que existir en este mundo como si Dios no existiera?», escribió el luterano Bonhoeffer. En el discurso de Auschwitz se percibían ecos del dolor, pero Benedicto XVI prefirió la duda escatológica a la persistente desazón en que vivió la Iglesia a partir de los cincuenta.
Por ahí llegaron las críticas al Papa. ¿Sólo fueron unos cuantos criminales los responsables del holocausto, cuando los historiadores han demostrado que eso no es cierto? ¿El pueblo alemán fue una víctima más? ¿Dónde estaba la Iglesia? ¿Era Dios quien callaba o quizás callaba Pío XII? ¿Por qué el Papa destaca las pocas luces católicas que iluminaron la noche oscura? ¿Porque lo fueron? La fe de Ratzinger estaba quizás más pendiente del arco iris que de enfatizar el carácter perverso, pero también global y compartido del nazismo. Y de volver a pedir perdón, en nombre de los creyentes, como ya hizo en su día Juan Pablo II.