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Por el Rabino Abraham Skorka

Libertad e idolatría en el relato de la Pascua
Por el Rabino Abraham Skorka

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CADA uno de los totalitarismos del siglo XX generó sus propios iconos, símbolos a los que se rendía la pleitesía que representaba la sumisión al régimen opresor. En la Alemania nazi era la cruz gamada; en la Moscú comunista, el cadáver de Lenin. En derredor de ellos se desarrollaban rituales que poseían, al decir de Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, «un intenso elemento de idolatría».
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La relación intrínseca entre el régimen despótico en el que un líder demagógico y sus acólitos son poseedores de un poder omnímodo y el pensamiento idolátrico ya tiene sus expresiones en el relato bíblico de la liberación de los Hijos de Israel de su esclavitud bajo el régimen faraónico de Egipto, que aparece en el libro del Exodo, segundo de la Biblia hebrea. Es la historia que da lugar a la celebración de la Pascua hebrea, y que debe ser analizada, de acuerdo con la tradición, año tras año, durante ella.
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Por haber culminado Jesús su mensaje y sus enseñanzas en la celebración de Pésaj, en Jerusalén, otorgando una interpretación especial a la misma, la Pascua cristiana se halla indisolublemente unida en su esencia –y no sólo con su nombre y fecha– a la judía.
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Si bien Moisés es quien se presenta delante del faraón, nunca deja de ser un mensajero de Dios. Es Su plan de liberación el que se lleva a cabo y la intención del mismo es enseñar el valor de la libertad al pueblo que se hallaba dispuesto a servirle.
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En uno de los versículos que relatan aquella gesta (Exodo 12: 12), Dios le revela a Moisés que no sólo ha de castigar a los egipcios por su iniquidad, sino que también «juzgará a sus ídolos», o sea que ha de demostrar su falsedad.
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Hay quien explica (B. J. Jacobson, Meditations on the Torah) que cada una de las diez plagas con que Dios azotó a los egipcios para que liberaran a los hebreos demostraba al mismo tiempo la vanidad de sus ídolos.
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El Nilo, a la sazón de la economía de Egipto fuente vital, era considerado por el faraón obra de su propia creación (Ezequiel 29: 3), reflejo del ídolo que lo entronizaba. Aquel déspota, al igual que todos los que lo imitaron en distintos tiempos y pueblos, se consideraba un ser superior, una deidad.
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En la primera plaga, al transformar el agua del Nilo en sangre, Dios reveló a todos, sarcásticamente, la muerte de aquel ídolo y la necedad de considerar al monarca un ser distinto.
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Los totalitarismos del siglo XX se caracterizaron por entronizar teorías raciales, sociales y económicas y elevarlas a la categoría de una fe. Estas, junto a los déspotas que las sustentaban, fueron los nuevos ídolos de nuestro pasado inmediato, que emergieron debido a los acontecimientos que habían signado a los siglos anteriores. Como resume claramente Savater: «Dios ya venía agonizando de manera más o menos decorosa desde el Renacimiento, pero fue la Ilustración la que precipitó fulminantemente su fallecimiento» (Idea de Nietzsche). Muerto Dios, como exclamó Nietzsche en el aforismo 125 de La Gaya Ciencia, debía hallarse un nuevo ser o idea en quien creer.
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Habiendo colapsado los regímenes totalitarios a los que se rendía culto en gran parte del siglo XX y sus «ideas salvadoras», comenzaron a surgir, en las postrimerías del aquél y principios del XXI, expresiones totalitarias que, con el disfraz de cultos ancestrales, erigen nuevamente ídolos por los cuales los individuos matan y se inmolan.
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La gesta de la liberación de los hijos de Israel de Egipto tenía, por parte de Dios, un propósito específico: la entrega de la Torah (el Pentateuco) al pueblo, para que éste asumiera el compromiso de cumplir con las leyes, los preceptos y la cosmovisión que se hallan en aquélla. El hecho se materializó en el monte Sinaí.
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La redención del pueblo se vincula, de esta forma, con la cosmovisión del ser humano que emerge del relato de la creación. De él se desprende que todos los hombres descienden de un mismo antepasado, con lo que queda defenestrada toda teoría de superioridad racial, o de cualquier otra forma, que sustente ideológicamente una realidad en la cual exista una oprobiosa esclavitud.
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Los primeros mandamientos, de los diez que resumen el credo hebraico, prohíben la idolatría; los últimos, toda acción ofensiva y violenta contra el prójimo. La idolatría es el culto a deidades creadas por el hombre para justificar sus iniquidades contra el prójimo.
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El mundo posmoderno de nuestros días está infestado de ídolos que coadyuvan a la formación de la lamentable realidad en la que millones de seres humanos se hallan sufriendo la más denigrante de las esclavitudes: la carencia del digno sustento, de la preservación de la salud y de la educación.
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Dios prescribió a los hebreos celebrar aquella gesta libertadora prohibiendo la ingestión de todo alimento generado mediante un proceso de leudado de alguno de los cereales. Se debe comer pan ácimo en esos días, el pan de la humildad (Deuteronomio 16: 3). Símbolo, al decir de los místicos judíos, de la libertad que se adquiere al no fermentar el espíritu con arrogancia.
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Una cena especial debe preparase al atardecer de la víspera de la festividad, en la que las familias se congregan para comer hierbas amargas, señal de la amargura de la esclavitud, un cordero asado –el sacrificio pascual que se ofrendaba en la antigüedad, hoy representado en la mesa pascual por un hueso asado– y recitar bendiciones con una copa de vino, bebida que alegra el corazón del hombre (Salmos 104: 15).
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Esta comida ritual fue la última cena de Jesús, en la que estableció la eucaristía (Mateo 26: 17, etc.), término que en griego significa agradecimiento a Dios, y en la que los símbolos de la mesa pascual son recreados para transmitir, en forma distinta, la esencia del mensaje de Pésaj.
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Nietzsche se pregunta, en el aforismo aludido, si al haber muerto Dios («asesinado por todos») no estamos forzados a convertirnos en dioses, al menos para parecer dignos de ellos. En esta pregunta se halla plasmada la esencia de la idolatría: el ansia humana de sentirse dueño absoluto de la existencia, que induce a matar y a esclavizar al prójimo para finalizar siendo esclavo de la propia ceguera espiritual.
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Ser libre, de acuerdo con el mensaje bíblico de la narración de la Pascua, es doblegar esa ansia, conformando de tal modo el plafón necesario que permite vislumbrar Su presencia en la realidad humana.© La Nacion
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El autor es rector del Seminario Rabínico Latinoamericano M. T. Meyer y rabino de la comunidad Benet Tikva.

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