En enero pasado, un grupo de más de cien rabinos se reunió con Juan Pablo II para expresar su agradecimiento a raíz de la labor en favor del entendimiento judeo-cristiano. Nos preguntamos: ¿en qué consistió esta labor de acercamiento? ¿Cuáles fueron los pasos? ¿Cuál era la política anterior del Vaticano? En este artículo trataremos de ampliar la noticia de acuerdo a los acontecimientos sucedidos justamente en estos días, en que todos los amantes de la paz recordamos la obra de Juan Pablo II.
Hoy, en que los sentimientos antisemitas se vuelven a adueñar de Europa, se impone más que nunca recordar uno de los aspectos más positivos y menos conocidos del pontificado del Papa de la Convivencia, como, con justicia, se lo ha llamado.
El valor de una anécdota
La profesión de respeto hacia el pueblo judío -que el Sumo Pontífice denominó «nuestros hermanos mayores»- fue una premisa para él desde mucho antes de acceder a la más alta consagración de la Iglesia. Seguramente, el hecho de haber sido testigo de la ocupación nazi en su Polonia natal y del conjunto de aberrantes hechos perpetrados contra el pueblo judío habitualmente denominado Holocausto -mejor Shoá- lo forjó para siempre. Karol Wojtyla ya era dueño de esa visión humanista y ecumenista que caracteriza a los espíritus elevados muchos años antes de llegar a ser Juan Pablo II. Hay una anécdota que se le atribuye a uno de los grandes rabinos de Israel, Meir Lau. Se comenta que cuando, hace algunos años, Juan Pablo II lo recibió en la solemne sala del Vaticano, la formal entrevista se desarrolló en un marco fraternal donde el rabino mayor de Israel le relató a la suprema autoridad católica del mundo un episodio acaecido en los días posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en la Polonia natal de ambos.
El relato le informaba que una señora católica, polaca, tenía a su cuidado -desde los tremendos días de la guerra e invasión nazi a su país- a un niño huérfano, de hogar judío. Sus padres habían sido masacrados como otros millones de judíos pero, antes de marchar a los campos de la muerte, habían previsto el futuro de su niño en la Tierra de Israel. La mujer, una devota creyente, fue a solicitar entonces el consejo del sacerdote local. El párroco tuvo pronta y comprensiva respuesta: «Se debe respetar la voluntad de los padres». La señora accedió a la sugerencia del sacerdote, y el niño fue criado y educado en el Estado de Israel.
La anécdota conmovió al Sumo Pontífice. Pero mucho más le emocionó oír del Gran Rabino Lau la aclaración de quiénes eran los protagonistas de aquella conmovedora historia: «Usted, Eminencia -dijo el rabino- era ese párroco católico. Y ese niño huérfano… era yo.» (1)
El antisemitismo es un pecado
Recordemos que en 1979, apenas a ocho meses de haber comenzado su papado, se hincó sobre sus rodillas ante el epígrafe recordatorio, escrito en hebreo, en el ex campo de exterminio de Auschwitz para rezar por las víctimas del Holocausto. Escribió en una ocasión (Cruzando el umbral de la esperanza, 1994, Plaza y Janés, pág. 110): «Auschwitz, quizá el símbolo más elocuente del Holocausto del pueblo judío, muestra hasta dónde puede llevar a una nación un sistema construido sobre premisas de odio racial o de afán de dominio. Auschwitz no cesa de amonestarnos aun en nuestros días, recordando que el antisemitismo es un gran pecado contra la humanidad (subrayado en el original); que todo odio racial acaba inevitablemente por llevar a la conculcación de la dignidad humana». Otra declaración merecedora de destacarse es el documento del Vaticano de 1998 titulado «Nosotros Recordamos. Una reflexión sobre la Shoá». Dice en su párrafo final: «Invitamos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a reflexionar profundamente en el significado de la Shoá. Las víctimas, desde sus tumbas, y los sobrevivientes mediante su emotivo testimonio de lo que sufrieron, se han convertido en un fuerte clamor que llama la atención de la humanidad entera».
Si bien la reconciliación con el judaísmo fue iniciada hace ya 40 años por el Concilio Vaticano II en la época de Juan XXIII, dando cuenta de ello el documento «Nostra Aetate», en el que se exonera a todos los judíos (de la época contemporánea y de las ancestrales) de cualquier imputación de culpabilidad colectiva por la muerte de Jesucristo, fue el Papa Juan Pablo II el artífice de esta nueva convivencia entre estas dos religiones monoteístas.
Roma y Jerusalén
En efecto, estas relaciones responsables marcaron su primer hito, gigantesco, cuando en 1986 Juan Pablo II visitó la Gran Sinagoga de Roma para saludar a rabinos y feligreses judíos. Allí pronunció su famosa frase: «Los judíos son nuestros amados hermanos y, en cierto sentido, en verdad nuestros hermanos mayores (en la fe)». Nunca antes había ocurrido este acercamiento. Fue muy elocuente la columna editorial publicada por un periódico italiano sobre esta visita papal a la sinagoga romana: «Se necesitaron muchos siglos -decía el editor- para que un Papa se decidiera a franquear los pocos centenares de metros que separan el Vaticano de la Gran Sinagoga de Roma».
El antisemitismo -según enseñó Juan Pablo II- no es producto de guardar fidelidad a las Sagradas Escrituras, sino por el contrario, de la infidelidad. Entre los múltiples documentos y citas que dan cuenta de la nueva actitud vaticana, pueden mencionarse el texto «La Iglesia y las culpas del pasado» en que se arrepiente por las persecuciones. Señala claramente que: «la hostilidad o la desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es un hecho histórico doloroso».
Otro hecho simbólico de gran valentía y significación fue cuando, durante su visita a Israel el año 2000, dejó su mensaje en el Muro Occidental del antiguo Templo de Jerusalén (conocido como el Muro de los Lamentos) de acuerdo a la antigua tradición judía de dejar allí pedidos al Todopoderoso. El texto decía: «Dios de nuestros padres. Tú has escogido a Abraham y su descendencia para que tu Nombre fuese llevado a los pueblos. Estamos apenados profundamente por la conducta de cuantos en el curso de la historia han hecho sufrir a estos tus hijos y, pidiéndote perdón, queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el Pueblo de la Alianza».
Fue también Juan Pablo II quien inauguró la relación entre el Vaticano -el Estado papal- e Israel -el Estado judío. En declaraciones que registra el periodista Tad Szulc, el Papa afirmó: «Hay que entender que los judíos, que durante dos mil años estuvieron dispersos en todas las naciones del mundo, decidieron regresar a la tierra de sus antepasados. Están en su derecho». «Y su derecho -agrega- es reconocido desde el principio por la Santa Sede; el hecho de establecer relaciones diplomáticas con Israel es simplemente una afirmación internacional de esta relación.»
El diplomático Shmuel Hadas – hombre nacido en la Argentina, oriundo del Chaco-, fue justamente quien en 1994 sería designado como el primer embajador israelí en el Vaticano. Decía Hadas poco después que Juan Pablo II «Ha sido el primer Papa que puso a la Iglesia Católica frente a las responsabilidades históricas con los judíos». Esta relación tuvo su punto culminante con la visita del Papa al Estado de Israel que lo recuerda como un hito en su pontificado.
En más de un cuarto de siglo el Sumo Pontífice supo desplegar un piadoso manto sobre centurias de inacción u hostilidad vaticana. Seguramente que para llevar adelante esta nueva política debió luchar valientemente contra los ultraconservadores de dentro y de fuera de la Iglesia. Cabe señalar que no siempre se produjeron avances. Pero los retrocesos, si bien los hubo y varios, no empañan el balance general del este período prolongado de pontificado, que se constituye así en la etapa más provechosa de las relaciones judeo-cristianas en la historia. De todas maneras, resta mucho por hacer para desterrar los prejuicios nacidos en casi dos milenios de incomprensión.
Surgen algunas preguntas cruciales: ¿acaso los próximos papas seguirán este camino de amistad, hermandad y convivencia trazado por Juan Pablo II? ¿Los próximos pontífices harán del recuerdo del Holocausto (Shoá) un tema central? ¿Tendrán la valentía suficiente para profundizar los pasos ya iniciados? No hay duda de que la senda trazada hasta el presente por Juan Pablo II es profunda y duradera, lo que nos ayuda a pensar con optimismo sobre el futuro. Sin embargo, debemos estar atentos a no perder de vista que nuestra sociedad mundial, apocalíptica y compleja, tiende a olvidar las enseñanzas de los grandes maestros, únicos en su sabiduría, como lo fue Juan Pablo II.
(1) El hecho de esta anécdota atribuida al rabino Lau puede ser real o no. Lo cierto e importante es que el Yad Vashem (Memorial del Holocausto) de Israel está estudiando la posibilidad de darle el máximo título que otorga, el de Justo entre las Naciones a Juan Pablo II por un hecho muy similar, ahora contado por la familia Berguer.
(*) El autor es Presidente del Centro de Investigación y Difusión de la Cultura Sefardí (CIDICSEF) de Buenos Aires. Su último libro América Colonial Judía se está traduciendo al inglés para publicarse en los EE.UU.