(CJL-OJI) – El Papa Juan Pablo II produjo un cambio esencial en las relaciones entre la Iglesia Católica y el pueblo judío. Lo hizo tratando de comprender y respetar a los judíos, no solamente con su mente sino también con su corazón.
Por cerca de 2000 años la teología del desprecio propugnada por la Iglesia fomentó un antisemitismo violento. A través de una sincera introspección y su valeroso ejemplo público, Juan Pablo II reconoció que el odio a los judíos basado en la religión estaba equivocado y comenzó a corregir activamente esas faltas.
Cuando era un sacerdote joven, Karol Wojtyla se negó a bautizar a un niño judío huérfano que había sido adoptado por una familia católica. Sesenta años después esta sensibilidad suya, infundida en tantos de sus discípulos, se había condensado en un renovado compromiso a hacer pública la información sobre los niños judíos que fueron bautizados durante y después del Holocausto.
En 1979, después de haber retornado a Polonia por primera vez desde su elección al Pontificado, Juan Pablo oró en el que fue campo de concentración de Auschwitz. Caminando por ese campo, que es un monumento a la memoria de todos los que allí fueron asesinados, el Papa subrayó que es imposible que una persona pase semejante sitio «con indiferencia».
Durante el tramo posterior del papado de Juan Pablo, y como resultado de la coordinación establecida con el Congreso Judío Mundial, integrantes dedicados de la clerecía católica comenzaron a brindar ayuda a comunidades judías para ubicar y restaurar tumbas masivas de la era de la Shoá, en ciudades y aldeas a lo largo y ancho de Europa Oriental.
En 1986 Juan Pablo fue el primer Papa de la historia que visitó una sinagoga, señalando así que los judíos ya no iban a ser perseguidos por sus creencias y debían ser respetados por los feligreses católicos como gente de fe.
Este respeto al distinto como hijos todos de D’os es evidente en ciudades del mundo entero, donde rabinos, sacerdotes y obispos locales trabajan en conjunto para promover el respeto y la comprensión mutuos en sus respectivas comunidades.
El 11 de noviembre de 1993 culminaron muchos años de negociaciones previas con una reunión efectuada en el estudio privado del Papa. Allí, en presencia de Edgar Bronfman – presidente del Congreso Judío Mundial -, el cardenal Edward Cassidy y yo mismo, Juan Pablo II declaró que el antisemitismo es un pecado contra D’os y contra el hombre.
Además, él se comprometió en dicha ocasión a trasladar un convento ubicado en los terrenos de Auschwitz. Finalmente, nos aseguró que hacia fines de ese año, la Santa Sede iba a entablar relaciones diplomáticas con el Estado de Israel.
Poco después la Santa Sede y el Estado de Israel intercambiaron embajadores. El convento en Auschwitz fue transformado en un centro interreligioso de estudios.
Ahora, una década más tarde, el Vaticano ha establecido una relación formal con el Gran Rabinato de Israel y ha condenado al antisionismo como una forma de antisemitismo.
Juan Pablo II se enfrentó al mal que hay en el mundo y sintió como propio el dolor que otros sufren. Al proceder así con la comunidad judía mediante su pedido de perdón por los pecados cometidos por la Iglesia en tiempos pasados, y al predicar una doctrina dirigida a enderezar anteriores agravios, él acercó a nuestras comunidades a un momento en la historia en el cual ya podíamos trabajar juntos para satisfacer un propósito humano común a todos, aportando comida al hambriento, abrigo al pobre y medicina al enfermo.
El 22 de mayo de 2003 Juan Pablo II le dio su bienvenida a una delegación del Congreso Judío Mundial en el que para nosotros fue nuestro encuentro final con él. En esa ocasión él esbozó una visión para el futuro de las relaciones entre nuestras respectivas comunidades.
«A la luz de la rica herencia religiosa común que compartimos, podemos considerar a la presente como una oportunidad clave para emprender iniciativas conjuntas de paz y justicia en nuestro mundo» – dijo el Papa, agregando que «Esta clase de cooperación práctica entre cristianos y judíos requiere coraje y visión».
En ese momento se entendió, tal como se entiende en la actualidad, que en el mundo público de las iniciativas humanas, la comunicación entre comunidades religiosas distintas realza nuestro propósito común. Tal como eruditos judíos han sostenido, el Papa enseñó que lo que debemos emprender juntos son materias tan importantes como la paz y la justicia, y no el debate teológico.
Pasaron dos años y debido a la crisis económica que castigó a la Argentina, el Congreso Judío Mundial comenzó a llevar a la práctica un programa en el cual los liderazgos locales judío y católico trabajaron aunadamente para administrar trascendentales programas de ayuda social para ayudar a los que habían sido peor heridos por la situación. Tras el éxito de ese emprendimiento, el Congreso Judío Mundial unió fuerzas con cardenales de todo el mundo para iniciar un esfuerzo común a fin de ayudar a los afectados por la difusión del sida en el África.
Ahora, recién estamos comenzando a darnos cuenta del potencial que contiene nuestra relación de cooperación mutua.
Aquél que en su momento fue alumno de escuela primaria en Wadowice y después obispo de Cracovia, trascendió milenarias divisiones de religión y nacionalidad para entregar un mensaje universal de paz, de libertad y de la dignidad que corresponde a cada ser humano. Sus lecciones y logros son un legado tanto para los católicos como para los judíos y para la humanidad entera. Abrigamos la esperanza en que todos juntos vamos a honrar este legado construyendo sobre sus bases para las generaciones futuras. ◊